I
(Continuación)
Parménides Guerrero no se movió. Sus ojos verdes estaban perdidos entre
la oscuridad. No sabía cómo demonios iba a hacer para mantener tres bocas: la
suya, la de Amelia y la de la corneta que acababa de oír.
De por sí, sembrar maíz no dejaba mucho. A veces la milpa daba puros
moloncos, así le decían en el rancho a las mazorcas pequeñas, mal logradas por
la sequía, que tenían los granos salteados. Casi no rendían y al desgranarlos
casi se llevaban las uñas en la olotera, que era un rodete de olotes  amarrados con una cuerda de ixtle, usado para
desgranar el maíz. Algunos se los daban a los puercos y a los caballos pero él
ni tenía puercos ni caballo y si los tuviera, no les iba a dar el poco maíz de
la cosecha.
—¿A qué horas
vas a venir? Todas estamos cansadas—Lo apuraba la tía Lorenza, Lenchita le
decían mientras asomaba la nariz por la puerta entreabierta— Además, no podemos
estar abriendo y cerrando la puerta porque le va a dar un aire a la niña o a
Mely, eres un desconsiderado— Seguía farfullando la mujer.
Parménides se
levantó para entrar pero alcanzó a percibir 
que algo saltaba en el piso. Prendió un cerillo y vio tres pequeños
sapos. Los ha de haber traído el agua de la acequia. Pensó. Y agrandó el paso
para no pisarlos. No porque fuera dado a cuidar eso o porque les tuviera
lástima, es que de seguro dejarían un batidero o salpicarían la ropa y su mujer
no podría lavar en varios días, le habían dicho.
Entró en el
cuarto y se acercó a la cama. Amelia le sonrió. Se veía pálida, cansada. —Es
niña, como tú querías, mira— dijo destapando la cara de la niña. La chiquilla
estaba dormida pero hizo una mueca que todos festejaron diciendo que había
sonreído.
—   Cuando los bebés sonríen dormidos es que están viendo un ángel—
dijo la tía Gertrudis.
A Parménides le pareció muy pacífica y sólo dijo:
—Se llama Paz.
—¿Paz? ¿Pos no dijiste que le buscarías un nombre bonito si era
niña? —preguntó Amelia.
—Se llama Paz—repitió Parménides y dio media vuelta rumbo a la
puerta.
Cuando vio hacia abajo del barranco que estaba donde acababa el
patio las luciérnagas eran tantas que parecía que hubiera pirotecnia.
Estallaban en montón. Se apagaban. Volvían a estallar. Nunca había visto
tantas. Se quedó viéndolas mucho rato. Como hechizado. Esperaba que saliera
Doña Puri, la comadrona, para llevarla a su casa y pagarle pero oyó la voz de
la tía Lenchita que le decía:
—Ya vete a dormir. Doña Puri se queda a cuidar a la enferma
durante la noche, ya le pusimos un catre y si se ofrece algo, nos avisará y
nosotros a ti, ¿quieres un café?
—Sí. Dijo y se encaminó rumbo a la cocina sin decir más. La tía
le sirvió el café y una gordita de horno de las que había hecho por la tarde y
se sirvió lo mismo para ella. No hablaron.
     Parménides
terminó de cenar, se levantó y se fue sin despedirse.
—Este hombre está raro, no habla ni dice nada de la niña. Dijo
Lenchita que acostumbraba hablar sola.
Cuando Parménides entró al viejo cuarto de adobe que estaba al
fondo del patio, se quitó el sombrero de palma y lo colgó en un clavo de la
pared. Se acostó, vestido, en la cama y se echó una cobija encima. Ni siquiera
había encendido la luz. Sabía donde quedaba cada cosa. Nunca dejó de dormir
ahí. Ni cuando se robó a Amelia y la llevó a vivir con él. Cuando el cuerpo le
pedía mujer sólo le decía: —Báñate. Y ella sabía que debía ir por la noche al
cuarto de él.
—Se llama Paz—dijo. Y se durmió.
(Continuará)
                                                  
 GUEPAIT