I
Una noche de verano, cuando la
luna y las estrellas competían por brillar. Entre el canto de
los sapos del arroyo vecinal, el vuelo de las luciérnagas y del búho el ulular, Parménides
Guerrero montó en su bicicleta y salió a toda velocidad. Recorrió las oscuras calles entre bordos y lodazal para buscar a la comadrona,
porque su mujer, Amelia Carrasco, estaba a punto de alumbrar.
luna y las estrellas competían por brillar. Entre el canto de
los sapos del arroyo vecinal, el vuelo de las luciérnagas y del búho el ulular, Parménides
Guerrero montó en su bicicleta y salió a toda velocidad. Recorrió las oscuras calles entre bordos y lodazal para buscar a la comadrona,
porque su mujer, Amelia Carrasco, estaba a punto de alumbrar.
—Venga pronto, Doña Puri, porque parece que
ya. Le dijo a la señora que trataba de ver en
la oscuridad.
ya. Le dijo a la señora que trataba de ver en
la oscuridad.
—Ya viene el crío, ¿verdad? Le preguntó mientras se quitaba el
delantal. Parménides asintió con la cabeza sin pensar
que estaba tan oscuro que no lo podría mirar.
delantal. Parménides asintió con la cabeza sin pensar
que estaba tan oscuro que no lo podría mirar.
Doña Purificación, tomó un maletín que siempre tenía a mano y salió rápidamente. Desde la calle
gritó a quién la pudiera escuchar:
gritó a quién la pudiera escuchar:
—¡Voy a un parto! No sé cuánto se vaya a tardar.
Nadie
respondió pero no podían esperar.
respondió pero no podían esperar.
Por el camino, ella trataba de
saber a qué atenerse pero Parménides no hallaba la forma de contestar. Él nunca había visto a ningún niño nacer. Las tías eran solteronas y su madre no
vivía con él. Así que solo decía sí o no a lo que lograba entender. Doña Puri se resignó.
saber a qué atenerse pero Parménides no hallaba la forma de contestar. Él nunca había visto a ningún niño nacer. Las tías eran solteronas y su madre no
vivía con él. Así que solo decía sí o no a lo que lograba entender. Doña Puri se resignó.
—No te mortifiques mucho.
Todo va a salir bien. Vas a ver. Pronto serás padre de un hermoso chilpayate. O chilpayata, pensó él.
Todo va a salir bien. Vas a ver. Pronto serás padre de un hermoso chilpayate. O chilpayata, pensó él.
Las tías estaban con Amelia pero ellas nada sabían de los ajetreos de un parto. Doña Puri ya les había dicho lo que debían preparar y tenían una gran tina de agua caliente sobre la estufa y en la silla de
tule que estaba al lado de la cama de la parturienta ya estaban bien doblados y
apilados una docena de trapos blancos que ellas habían sacado rompiendo en pedazos dos sábanas de manta.
tule que estaba al lado de la cama de la parturienta ya estaban bien doblados y
apilados una docena de trapos blancos que ellas habían sacado rompiendo en pedazos dos sábanas de manta.
Cuando entraron en el cuarto Parménides pensó que su mujer estaba inflada como un sapo enojado y a punto de
reventar. Aún
así, le sonrió. Pero ella hacía gestos y se agarraba la panza. Ni lo vio. Nunca olvidaría esos momentos, que muchos años después, le contaría a Pachita.
reventar. Aún
así, le sonrió. Pero ella hacía gestos y se agarraba la panza. Ni lo vio. Nunca olvidaría esos momentos, que muchos años después, le contaría a Pachita.
—Vete a ver si ya puso la
cochina, muchacho— Le dijo Doña Puri para deshacerse de
él — Esto es cosa de mujeres.
Ya te hablaremos cuando todo esté listo. Parménides salió.
cochina, muchacho— Le dijo Doña Puri para deshacerse de
él — Esto es cosa de mujeres.
Ya te hablaremos cuando todo esté listo. Parménides salió.
Se sentó en unos adobes que
estaban apilados en el patio y encendió un cigarrillo sin
filtro. A sus pies estaban sus dos perros echados. Los sapos seguían croando con un ruido
infernal. Pero después le diría a Pachita que era un
canto celestial.
estaban apilados en el patio y encendió un cigarrillo sin
filtro. A sus pies estaban sus dos perros echados. Los sapos seguían croando con un ruido
infernal. Pero después le diría a Pachita que era un
canto celestial.
Ahí se quedó dos horas, sin moverse
de su lugar. Sólo se veía la chispa y la luz del
cerillo que encendía para prender otro
cigarro cuando el que se estaba acabando le quemaba los dedos. Pachita siempre
vio con extrañeza los dedos amarillos
de su padre sin preguntar.
de su lugar. Sólo se veía la chispa y la luz del
cerillo que encendía para prender otro
cigarro cuando el que se estaba acabando le quemaba los dedos. Pachita siempre
vio con extrañeza los dedos amarillos
de su padre sin preguntar.
Las tías salían, una, una vez y luego
la otra alternándose para ir a la cocina
por agua caliente que llevaban en un lavamanos poco hondo y salpicaban los toscos zapatos enlodados de Parménides. Los perros
levantaban la cabeza como si les hubiera picado una pulga, se rascaban pelando
los dientes y volvían a dormir. Él nunca supo porqué daban tantas vueltas las
tías ni para que querían tanta agua caliente
que luego salían a tirar hacia abajo
del barranco que estaba donde terminaba el patio.
la otra alternándose para ir a la cocina
por agua caliente que llevaban en un lavamanos poco hondo y salpicaban los toscos zapatos enlodados de Parménides. Los perros
levantaban la cabeza como si les hubiera picado una pulga, se rascaban pelando
los dientes y volvían a dormir. Él nunca supo porqué daban tantas vueltas las
tías ni para que querían tanta agua caliente
que luego salían a tirar hacia abajo
del barranco que estaba donde terminaba el patio.
De pronto se estremeció. El llanto agudo que
escuchó le pareció que era como el de la boquilla de trompeta que soplaba
cuando estaba en el ejército y quería ser de la banda de
guerra porque les daban ración extra de comida. Pero
luego el sonido intermitente le pareció menos feo. Entonces se
rascó la cabeza tratando de
entender qué era eso que sentía. Eso de ser padre. Eso
que lloraba era vida que él había dado. —Qué raro— Dijo en voz alta pero en
eso salió la tía Gertrudis y con un tono
de inmensa alegría le gritó:
escuchó le pareció que era como el de la boquilla de trompeta que soplaba
cuando estaba en el ejército y quería ser de la banda de
guerra porque les daban ración extra de comida. Pero
luego el sonido intermitente le pareció menos feo. Entonces se
rascó la cabeza tratando de
entender qué era eso que sentía. Eso de ser padre. Eso
que lloraba era vida que él había dado. —Qué raro— Dijo en voz alta pero en
eso salió la tía Gertrudis y con un tono
de inmensa alegría le gritó:
—¡Es niña! ¡Ven para que la conozcas!
¡Está chulísima la huerca!
¡Está chulísima la huerca!
(Continuará)
GUEPAIT







