Pinche vieja, no entiende nada. Como si fuera tan fácil. Pero si ella ya sabe cuánto gano. Qué fácil es, ¿verdad? Ella sigue ahí echadota en la cama mientras yo me jodo. Nomás estira la mano y todavía quiere más. Que no le alcanza, dice. Ni siquiera me echó un lonche que no me dé vergüenza. Tacos de frijoles con huevo. Y eso es todos los días. ¡Pinche madre! Cuando los pongo en la mesa del comedor espero a que los demás me inviten algo diferente. A veces alguien lleva barbacoa o carnitas. Sólo así puedo, de vez en cuando, probar algo diferente.
Arístides Ramírez buscó entre los bolsillos, el colectivo ya venía bajando la calle. Sacó las monedas, apenas le quedaban unas cuantas. —¡Maldita miseria! —pensó. Eran las seis y quince y ya estaba trepando al destartalado autobús urbano que le llevaría a una de las pocas maquiladoras que quedaban en la ciudad. Pagó y buscó un asiento vacío, en donde no hubiera alguien más. No le fueran a hacer plática y él estaba de mal humor. Hora y media le llevaría llegar. Había salido corriendo, las pocas horas de sueño después de la discusión con Marisela le habían desvelado la noche anterior. Se durmió después de la media noche, sin tocarla y a las cinco y treinta ya estaba sonando el despertador.
Se sentó al fondo del autobús; se pasó la mano por la cabeza. No recordaba si se había peinado o no. Ensamblar bocinas para estéreos de automóvil no es una tarea que le satisfaga. Tampoco pagan un salario que le permita cubrir las necesidades de la familia. Dos hijos y una mujer tienen demasiadas. Por eso, cuando puede y algún supervisor se descuida, mete un par de bocinas entre el rompevientos que usa, llueva o no, que le queda demasiado holgado. Dos tallas de más, por lo menos, pero ocultan bien el paquete. Luego los ofrece por ahí, en la misma colonia, no le queda de otra.
— Tenemos qué comer, ¡carajo! — Se justifica a sí mismo.
Hoy es uno de esos días en que la buena suerte le acompaña, un descuido y las bocinas están entre la pretina del pantalón. Se ha quitado la bata que le dan por uniforme y el rompevientos se despliega ocultando el bulto. Camina sin prisas, reteniendo el aliento pues esto le provoca abundantes descargas de adrenalina. La siente correr por sus venas, siente un poco de ahogo y que el corazón se acelera. Llega, checa la salida sin ver que hay alguien a un metro que lo observa. En cuanto pasa la tarjeta, el guardia le dice: — Oye compa, que pases a la oficina. El supervisor quiere hablar contigo. Arístides responde de la manera más natural que puede. — Sí, gracias. Pero siente que su voz se ha oído como un ulular lejano. El corazón se acelera demás. Toca. —Pasa. Dice una voz. Entra. El supervisor no levanta la vista de unos documentos que revisa, tampoco le ofrece que se siente. Después de unos segundos de embarazoso silencio el supervisor le dice: —Desde hace algunos meses notamos la pérdida de algunas unidades y hoy descubrimos a qué se debe esto. Saca la mercancía y ponla sobre el escritorio. Firma aquí. —Le dice extendiéndole unas hojas de letras pequeñas. Muchas, casi ilegibles.
—Has estado robando y eso termina con tu contrato de trabajo. No alcanzas indemnización. Tampoco se te pagará esta semana porque apenas cubre una parte de lo que ya te llevaste. Agradece que no te mandamos a la cárcel. Firma y vete. Estás despedido.
Arístides no logra hilar los pensamientos. Tiembla. No dice nada y casi automáticamente se saca la caja de entre las ropas y la pone sobre el escritorio; coge el bolígrafo y firma sin leer. Se da la media vuelta y sale.
Ya fuera de la fábrica se queda un rato parado. Los demás obreros salen. Son cientos y hablan entre ellos, algunos se hacen bromas y ríen. Arístides parece no darse cuenta de nada. Poco a poco la calle se vacía y queda solo. Hurga en sus bolsillos para ver cuánto dinero le queda. Mueve la cabeza negativamente y echa a andar. No se gastará lo poco que le queda aunque tenga que caminar los más de cinco kilómetros que hay hasta su casa. Esa que está… estaba pagando. Sus ojos se humedecen, los limpia con rabia y acelera el paso, sigue de frente sin ver a ningún lado para cruzar la calle. Lo último que oyó fue un agudo rechinido del frenar de un camión de carga.
Guepait

              




